AVE FÉNIX
Olvidarte fue una de las tareas
más dolorosas de mi vida. No porque quisiera borrar todo lo que significaste,
sino porque seguir recordándote me mantenía anclado a un dolor que ya no podía
sostener. El proceso de olvidarte no fue una decisión tomada de un día para
otro; fue una lucha interna que me desgarró poco a poco, un esfuerzo constante
por arrancarte de mi memoria para poder sobrevivir. Lo más duro no fue aceptar
que debía hacerlo, sino enfrentarme a la realidad de cuánto dolía dejarte ir.
Tuve que olvidarte para poder
recordarte. Lo que al principio parecía una contradicción, con el tiempo cobró
sentido. Cada vez que me aferraba a los recuerdos, estos me herían como puñales
invisibles, una tortura constante que no me permitía avanzar. Me desdibujaba en
ellos, perdiendo mi identidad. Y así entendí que, para poder recordarte con
paz, primero debía aprender a olvidarte. Fue un acto de renuncia necesario, una
especie de sacrificio para salvarme a mí mismo, para poder encontrarme de
nuevo.
Y aunque doliera, nunca pude
odiarte. Porque no se puede odiar a la persona que te coge de la mano y te
acompaña hasta la puerta que tenía que atravesar solo. Porque soy quien soy,
porque tú me enseñaste a ver el mundo desde otra perspectiva, a descubrir
colores y matices que antes no veía. Si soy quien soy hoy, es porque fue tan
importante que estuvieras en mi vida, como lo fue que te marcharas de ella.
Cada paso en ese camino fue como
morir un poco. Tuve que olvidar el sonido de tu risa, las promesas hechas, las
palabras susurradas… Tuve que arrancarte de mi mente y, con ello, lo que yo
era. Y en ese proceso, me rompí. Me vi desmoronando por completo, como si todo
lo que fui contigo se cayera a pedazos. Parecía imposible recoger lo que quedó
tras tu partida, pero sabía que no tenía otra opción. Me quedé con mis
fragmentos, con los restos de lo que alguna vez fui, y entendí que, si quería
seguir adelante, debía renacer desde esa devastación, desde lo más profundo de
mi ser.
Ahí fue donde empezó mi
transformación. Como el ave fénix, tuve que consumir todo lo que era en un
fuego ardiente de duelo, rabia y aceptación. Me convertí en mis propias
cenizas, y desde ese punto de destrucción total, comenzó mi resurgir. Me quemé
en mi propio dolor, pero también me convertí en el fuego que forjó mi nueva
versión. Más fuerte, más consciente de mi poder, y más auténtico que nunca.
Aprendí que a veces hay que arder por completo para entender quién eres
realmente. Y en ese renacimiento, descubrí partes de mí que no sabía que
existían, habilidades, fortalezas y sueños que jamás imaginé que tenía.
Hoy, puedo mirar atrás y
agradecerte. Agradezco haberte olvidado, porque ese olvido me llevó a
encontrarme. No me salvó tu partida, sino lo que hice con ella. Agradezco lo
que fuiste, porque me enseñaste lo que podía ser. Me mostraste que la verdadera
fortaleza no está en aferrarse, sino en saber soltar, y que el amor más grande
que puedo ofrecer es el que nace desde mí hacia mí.
Te olvidé para poder recordarte.
No con el peso de la pérdida, sino con la ligereza de quien ha aprendido. Hoy
puedo verte como una parte valiosa de mi historia, como el origen de muchas
lecciones que me hicieron crecer. No te recuerdo con resentimiento ni vacío; al
contrario, te veo con gratitud. Porque si hoy soy quien soy, es también gracias
a ti. Porque, al final, lo que más importa no es cuánto dolió tu partida, sino
cuánto me transformó. Y eso, al final, es algo que nunca podré olvidar.
Diferentemente iguales.
¡Gracias, gracias, gracias!
Duende del Sur