VIVIENDO DEPRISA
Vivimos en una competición
absurda por ver quién está más estresado, más enfadado y más frustrado. Es un
concurso de amargados y cada día hay más participantes. Es como si el objetivo
de algunos en la vida sea coleccionar caras largas y momentos de tensión, igual
que el que colecciona chapas. Hoy día a nadie nos sorprende la facilidad que
tienen algunas personas para enfadarse, para sacar la ira y frustración que
llevan dentro, solo basta con tardar un par de segundos en salir de un cruce o
en cruzar la calle. Ahí está el amargado de turno pitando como si la vida les
fuera en ello.
Pero ¿A dónde vamos con tantas
prisas? Es una pregunta que pocos se hacen porque el objetivo se ha convertido
en llegar el primero, sin disfrutar del camino. Y en ese frenesí absurdo, la
amabilidad se ha convertido en un bien escaso. Sonreír a un desconocido y decir
¡buenos días! es casi sospechoso. Algunos piensan ¿este que querrá? Nos hemos
vuelto paranoicos de la amabilidad, expertos en la hostilidad exprés y
campeones del descontento.
Entre pitidos, malas caras y
respuestas cortantes, la paz interior es casi una rareza. Nos llevamos el estrés
al extremo sin darnos cuenta de lo absurdo de tanto mal genio. Quizás no
necesitas tantas prisas, sino algo de serenidad, unas vacaciones, un buen polvo…o
simplemente pensar un momento que tantas prisas no te llevan a ningún lado.
Y aquí viene lo verdaderamente
importante: no podemos darle el poder a los amargados de amargarnos el día. Que
alguien haya decidido levantarse con ganas de guerra, no quiere decir que
nosotros tengamos que ir a la batalla. Cada uno tenemos la libertad de dejarnos
arrastrar o por el contrario decir: “No, ese veneno no es mío”. Hay gente
empeñada en la vida en sembrar su mal humor allá por donde pasan, como si fuera
su misión en la vida mostrar toda su frustración. Pero hacerme caso, ahí es
donde tenéis que mirarles con calma y preguntarles “¿A ti que te pasa? Eso
tienes que mirartelo” Pues créeme, la gran mayoría se enfadan todavía más, como
si nosotros tuviéramos culpa de su descontento.
Pero dejarme que os diga, la
amargura es opcional y no voy a darle el poder a nadie de decidir cómo me
siento. Mi estado de ánimo lo elijo yo: no el conductor que me pitó, no el
cajero que te atiende con mala cara, no el ex que te desbloquea y bloquea, no
el compañero de trabajo que se levantó de mal humor… No, a estas alturas no me
interesa sumarme a esas malas energías. Que ellos sigan con sus batallas, que griten,
que se ahoguen en su propia furia. Yo paso.
Vivimos en una sociedad en la que
reina la impaciencia y la intolerancia es su fiel escudera. Nos hemos vuelto
incapaces de esperar, de escuchar y sobre todo de empatizar. Tenemos que dejar
que la vida fluya, no tiene que ser todo inmediato. Pero ¿Qué pasaría si nos
detuviéramos un momento? Tal vez nos daríamos cuenta que las cosas buenas de la
vida nunca suceden con prisas, que la felicidad no se mide en la cantidad de
cosas que hacemos, sino en la calidad con la que las vivimos.
Yo después de mucho correr en
esta carrera sin sentido, llegué a un momento de paz gloriosa en el que,
honestamente, todo me da igual. Y no, no es apatía; es una tranquilidad que
llega cuando te das cuenta que agradar a todo el mundo es más absurdo que una
sombrilla en un submarino. Seamos realistas, hagas lo que hagas, alguien
siempre tendrá su opinión y ¿para que esforzarnos en agradar al comité de
críticos de turno? Prefiero vivir para mí y no formar parte de la liga de
amargados en competencia.
El mayor lujo: dejar de cargar con
expectativas ajenas, soltar el peso de las opiniones de los demás y caminar
ligero, sin necesidad de justificar cada decisión. Al final, uno descubre que
la libertad no está en hacer lo que los demás aprueban, sino en hacer lo que
realmente te llene el alma. No intentes encajar en los moldes impuestos, rómpelos
y adáptalos a ti.
Yo decidí pasar a un papel
secundario en el drama de los demás y darle protagonismo a lo que
verdaderamente importa: mi vida. Y en mi vida, la ley es muy simple: buena
vibra o nada. Aquí ya no se admiten ni líos, ni enredos. Si alguien cruza la
puerta de mi casa, es solo si trae paz. No me interesa sumar personajes
secundarios a mi historia si no vienen con paz; si vienes con ganas de guerra,
sigue de largo. Porque al final del día, la verdadera felicidad es vivir en paz
y dejar que los demás hagan lo que quieran con sus vidas, mientras uno disfruta
de la propia como mejor le parezca.
Y que irónico que el mayor acto
de amor propio sea aprender a decir “no”. No a las relaciones tóxicas, no a las
culpas innecesarias, no a los compromisos que solo restan en vez de sumar. Así
que si, elijo priorizar mi paz, sin remordimientos, sin justificaciones y sin
miedo al que dirán.
¿El amor? Claro que sí, menos
guerras y más amor. Porque seamos sinceros, hacer el amor es más placentero que
cualquier conflicto. Que cada quien haga lo que quiera, con quien quiera y como
quiera. Que vivan felices quienes eligen lo tradicional y quienes prefieren
formar un equipo de tres o de cuatro, ¡que también disfruten! Al final, eso de
“tres son multitud” lo dijo alguien que nunca entendió las matemáticas del
placer.
Porque el amor, en cualquiera de
sus formas, siempre será mejor que la guerra. Nos han enseñado a juzgar más de
los que nos han enseñado a amar, a señalar con el dedo antes que abrir los
brazos y a preocuparnos más por cómo viven los demás que por nuestra propia
forma de vivir. Pero qué maravilla es dejar todo eso de lado y simplemente
vivir.
La lección es clara: vive y deja
vivir, sin explicaciones y sin tantos enredos. De todos modos, van hablar… pues
vamos a darles algo de qué hablar, mientras disfrutamos de la vida sin dramas y
sin carreras absurdas.
Hay algo que tengo muy claro:
prefiero una vida de paz a una de carreras y guerras. Una de amor a una de
juicios. Una de autenticidad a una de apariencias. Que cada cual elija su
camino, que cada cual se haga cargo de su historia. Y en este mundo de prisas y
ruido, al menos unos cuantos seamos capaces de caminar con calma, con alegría y
con la certeza de que la verdadera victoria no está en llegar primero, sino en
disfrutar del viaje.
Duende del Sur