POR COHERENCIA APOSTATÉ


Un año más, el Miércoles Santo cambia. Después de 28 años sabiendo qué iba a hacer esa noche, ahora simplemente es una noche más. Especial, sí, por los recuerdos, por los momentos vividos, por todo lo que significó. Pero ya no forma parte de mi presente. Es difícil desprenderse de algo que ha sido una parte tan profunda de uno mismo, de una fe, de una identidad, de una hermandad. Pero hay momentos en la vida en los que la coherencia con uno mismo pesa más que la costumbre.

Hace cinco años apostaté de la Iglesia Católica. Fui educado en esta fe, la viví con intensidad, con entrega, incluso con amor. Pero hay momentos en la vida en los que uno no puede seguir mirando a otro lado. No puede seguir justificando lo injustificable, porque cuando lo justificas automáticamente te conviertes en partícipe. Ni callando ante lo que es contrario al mensaje original de quien dice representar: Jesús de Nazaret.

Jesús no predicó dogmas excluyentes ni estructuras de poder. No habló desde púlpitos, ni se rodeó de privilegios. No exigía obediencia ciega ni imponía normas morales. Su vida fue de cercanía con los excluidos, de igualdad radical, de desafío constante a las jerarquías religiosas de su tiempo. Él se sentó en la mesa con mujeres, con prostitutas, con pobres, con enfermos, con pecadores. Habló de amor, de perdón, de comunidad, de hermandad. No fundó una institución avariciosa que acumulara riquezas mientras sus fieles pasan hambre. No impuso silencio ante los abusos. No negó la dignidad a nadie por su orientación sexual, su género o su forma de vivir la fe.

Y, sin embargo, la Iglesia que dice representar a ese hombre rebelde y compasivo se ha convertido en lo contrario a su mensaje. Una institución vertical, patriarcal, jerárquica, poderosa y en muchos casos enormemente corrupta.

Durante siglos ha caminado al lado del poder, no del pueblo. Ha bendecido coronas, republicas de ideología tanto de izquierdas como de derechas, ha firmado pactos con dictadores y ha justificado guerras en nombre de Dios. Ha sembrado culpa donde debía haber consuelo, y miedo donde debía haber libertad.

La Inquisición, con sus torturas y hogueras, no fue un accidente; es un claro ejemplo de cómo la institución puso el dogma por encima de la conciencia. La complicidad de la Iglesia con regímenes autoritarios es innegable: en 1929 se firmaron los Pactos de Letrán, los "Pactos de la Vergüenza", con Benito Mussolini. Mussolini devolvió la soberanía al Estado Vaticano a cambio de ofrecerle legitimidad al régimen fascista. El fascismo ganó el visto bueno de la Iglesia y la institución recuperó poder, privilegios y autonomía.

Pero esto no es un caso aislado, apoyó abiertamente al Franquismo en España, colaboró con dictaduras militares en América Latina, y calló – cuando no encubrió activamente - los crímenes de muchos de estos regímenes. En Argentina, hubo sacerdotes que participaron en torturas, mientras el silencio oficial era una forma de consentimiento. En Chile, bajo la dictadura de Pinochet, osciló entre el silencio cómplice y la justificación.

Y, en pleno siglo XXI, los escándalos siguen. El encubrimiento de abusos sexuales a menores por parte del clero no fue un caso aislado ni un “pecado del pasado”, sino una red organizada de silencios, traslados y amenazas. En países como España, Irlanda, Estados Unidos, Francia, Australia… han salido a la luz miles de víctimas, miles de documentos y miles de nombres. ¿La respuesta? Parches y disculpas frías. Pero los responsables, apenas han rendido cuentas.

Y mientras tanto, el Vaticano controla una de las instituciones financieras más opacas del mundo. La Banca Vaticana, durante décadas, ha sido salpicada por evasión fiscal, blanqueo de capitales y conexiones con la mafia. Desde el caso del Banco Ambrosiano en los años 80, pasando por la misteriosa muerte de su presidente Roberto Calvi “el Banquero de Dios”, hasta la reciente investigación ordenada por el Papa Francisco, que revela malversaciones, inversiones inmobiliarias dudosas y uso irregular de los fondos donados por los fieles.

Y esto, mientras millones de creyentes siguen confiando, donando y esperando que la Iglesia se parezca mínimamente a quien dicen representar: Jesús.

Pero la distancia es abismal. Jesús no construyó catedrales, construyó relaciones. No levantó muros, tendió puentes. No pedía sumisión, pedía transformación interior. No necesitaba ni intermediarios ni jerarquías: hablaba mirando a los ojos de cada persona. Hablaba de corazón a corazón.

La Iglesia ha hecho todo lo contrario. Ha establecido barreras de acceso a lo sagrado. Ha dictado a quién puedes amar y a quien no, quién es digno y quién no. Ha relegado a las mujeres a los márgenes, negándoles el sacerdocio, la voz, la igualdad plena. Ha perseguido a quienes se atreven a cuestionar, a pensar, a disentir. Ha convertido el amor libre en pecado, y la sumisión ciega en virtud.

Ha preferido controlar antes que comprender. Castigar antes que acompañar. Ha impuesto normas antes de escuchar historias. Y ha olvidado que los templos no están hechos de oro, ni de mármol, ni de esculturas, ni de pinturas que en ocasiones tienen un valor incalculable. Están hechos de personas.

Y a pesar de todo esto, creo en el mensaje de Jesús. Su vida sigue siendo un grito contra la hipocresía, un canto a la dignidad humana, a la solidaridad, al perdón, al amor. Pero la Iglesia –como institución- hace mucho que dejó de parecerse a él.

Por eso me fui.

Por eso, aunque cada Miércoles Santo recuerde esa procesión y todo lo que representó, elijo la coherencia. Elijo mirar a los ojos a los demás, sin dogmas, sin jerarquías, sin culpas impuestas. Elijo mirar con amor.

Porque si Jesús volviera, no entraría en el Vaticano. Estaría fuera, con los que no tenemos sitio.

Duende del Sur

 

 


 

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