KINESIOLOGÍA CUÁNTICA & BIONEUROEMOCIÓN
La kinesiología cuántica y la
bioneuroemoción llegaron a mi vida como un llamado inevitable. Primero como un
susurro, luego como una incomodidad constante, hasta que fue un grito. Un grito
que ya no pude —ni quise— ignorar. Recuerdo las palabras de una amiga: “Tienes que ir a Fran, pero todavía no lo
sabes”.
Durante años, como muchos, busqué
respuestas donde nos enseñaron a hacerlo: en la consulta del médico de
cabecera. Ese que escucha poco, receta rápido y ofrece soluciones empaquetadas en
cajas. Químicos que enriquecen a las farmacéuticas mientras nos condenan a
convivir con síntomas crónicos. Iba allí con la esperanza de encontrar alivio,
sin saber que lo único que hacía era silenciar mensajes profundos de mi cuerpo…
y de mi alma.
Me recetaban pastillas para
calmar la ansiedad, para dormir, para apagar lo que me pedía a gritos ser
escuchado. Y cuanto más los tomaba, más desconectado me sentía de mí mismo.
Algo dentro de mí sabía que ese no era el camino. Que no podía seguir
anestesiándome para sobrevivir. Que no podía delegar mi bienestar en manos
externas. Tenía que recordar. Tenía que volver a mí.
Desde pequeño, hubo algo que me
acompañó sin falta, como un reloj biológico programado: unas alergias
estacionales terribles. Apenas comenzaba la primavera, ya estaba rodeado de
pañuelos, aerosoles, vacunas, medicación. Me acostumbré a vivir así, creyendo
que era parte de mi genética. Parte de “lo que me había tocado”.
Pero cuando uno se permite mirar
más allá del síntoma, la vida comienza a abrir otras puertas. Primero llegó la
bioneuroemoción. Me habló en un lenguaje que reconocí sin haberlo aprendido:
uno que dice que el cuerpo no miente, que las emociones no son enemigas, y que
todo síntoma guarda una historia. Comprendí que no soy víctima de mis
circunstancias. Que muchas de mis reacciones, miedos y bloqueos venían de
lealtades familiares inconscientes. De memorias que no eran mías, pero seguían
actuando en mí.
La bioneuroemoción me enseñó a
dejar de preguntarme “¿por qué a mí?” y a empezar a preguntarme “¿para qué me
pasa esto?”. Me dio el permiso de mirar con otros ojos, de soltar culpas, de
hacerme responsable. Pero también me mostró algo más profundo: que hay heridas
que no se resuelven con razonamientos. Hay emociones atrapadas en el cuerpo,
más allá de lo que se puede pensar o explicar.
Ahí fue donde apareció la
kinesiología cuántica. Como un puente entre lo invisible y lo tangible.
A través del test muscular
descubrí que el cuerpo tiene su propio lenguaje. Uno claro, honesto, sin
máscaras. El kinesiólogo no decía qué hacer. No diagnosticaba. Solo escuchaba
lo que yo no podía escuchar. Y el cuerpo respondía. Siempre responde… cuando se
lo trata con respeto y con amor.
Fue en una de esas sesiones donde
volvió el tema de mis alergias. Ese síntoma que había normalizado, casi
naturalizado. Pero el cuerpo tenía otra historia. Las alergias no eran un
castigo del ambiente. Eran un conflicto interno sin resolver. Emociones no
expresadas. Situaciones del pasado. Memorias celulares activas. Todo conectado.
Y para llegar a esa raíz, utilizaron la hipnosis Ericksoniana. Una herramienta
amable y poderosa. No para escapar del presente, sino para que mi yo adulto
pudiera viajar hacia ese niño de 1996 donde comenzó todo, sentirlo, reconocerlo.
Y hacer lo que entonces no pudo hacerse: acompañar.
Solo había que volver ahí, sin
juicio. Reconocer la herida, integrarla. Y entonces, el síntoma se fue. Así,
con simpleza. Sin épica. Con conciencia.
Hoy camino entre flores, entre
polen, en medio del campo. Respiro profundo. Y no pasa nada. Porque ya no estoy
en lucha con mi cuerpo. Lo escucho. Lo comprendo. Lo sostengo.
Entendí algo esencial: el cuerpo
no enferma porque nos falla. Enferma cuando dejamos de ser coherentes. Cuando
lo que sentimos, lo que pensamos y lo que hacemos ya no están alineados. Cuando
esa coherencia se rompe, el cuerpo lo grita. Porque no puede mentir.
También descubrí el poder de las
frecuencias, los sonidos, las vibraciones. No como moda, sino como medicina
sutil. Las ondas alfa calman. Las delta nos sumergen en lo más profundo de
nosotros. El sonido rosa equilibra. El blanco, limpia. Y los cuencos tibetanos,
con su vibración milenaria, no solo suenan… resuenan. Dentro. En las células.
En la memoria energética. El cuerpo escucha lo que la mente no capta. La
vibración habla un idioma que no se traduce: se siente.
Y en ese camino, también aprendí
que no es posible habitar todo esto sin silencio. Sin presencia. Pero no quiero
llamar a eso “meditación”. Esa palabra ya viene cargada de métodos, de
esfuerzo, de fórmulas. Como decía Osho, prefiero llamarlo Dhyana. Porque Dhyana
no es una técnica, es un estado. No es concentración. Es entrega. No es lucha.
Es espacio. No se trata de sentarse a meditar… sino de vivir desde ahí.
Dhyana me enseñó a quedarme
quieto sin esperar. A escuchar sin interpretar, sin juicio. A sentir sin
defenderme. Me ayudó a afinar el oído interno. A distinguir lo que pienso de lo
que vibra.
Y lo que vibra… ordena.
Descubrí también que la energía
no necesita explicarse, pero sí respetarse. Los cuarzos, colocados en puntos
energéticos, no eran objetos mágicos. Eran llaves. Llaves que abrían espacios
internos. Las piedras que recargo cada luna llena, como quien vuelve a llenar
un farol con aceite. Al igual que el agua de luna: dejada toda la noche bajo la
luz, absorbida con intención, bebida al amanecer. Agua viva. Agua que recuerda.
No hay nada más potente que lo
sutil. Ni más transformador que lo natural. Las flores de Bach. Las plantas
medicinales. Los aceites esenciales. El sol. El fuego. El agua. La tierra. Todo
está ahí, ofreciéndose. Y también… dentro de nosotros.
Cada sesión me devolvía un
fragmento. A veces salía llorando. Otras, en silencio. Otras, con una paz que
no sabía de dónde venía. Pero siempre con la certeza de que algo dentro de mí
se había reordenado. Porque sanar no es que alguien te diga lo que tienes que
hacer. Sanar es recordar lo que siempre estuvo. Lo que habías olvidado. Lo que
habías dejado atrás.
Hoy ya no busco fuera lo que sé
que reside en mí. Ya no espero diagnósticos rápidos. Ya no quiero apagar
síntomas. Prefiero escucharlos. Porque ahora lo sé: si algo duele, es porque
quiere ser sanado.
Y ese proceso no es inmediato. Ni
cómodo. Ni fácil. Pero es real. Y es mío.
He vuelto a ser yo. Si es que
alguna vez me había sentido tan yo como ahora. No una versión domesticada para
encajar. Sino mi esencia. Cruda. Íntegra. Sin excusas.
Porque el cuerpo no enferma para
castigar. Enferma para proteger.
Porque las emociones no son un
problema. Son la solución.
Y porque cuando uno se atreve a
mirarse de verdad… todo empieza a transformarse.
No con pastillas. No con diagnósticos.
No con recetas.
Con verdad. Con presencia. Con
conciencia.
Y desde ahí…
todo es posible.
Duende del Sur