PARA MATAR LOS RUMORES DE CADA ESQUINA
Por si quedaba alguna duda en el
aire: sí, soy yo. Para él, su familia y sus amigos, soy el ex tóxico, el
psicópata, el loco. Aunque curiosamente, no fui yo quien convirtió en deporte
olímpico el hábito de bloquear y desbloquear a voluntad durante años. Pero si
algo he aprendido es que los títulos que otros te cuelgan no definen quien eres.
Sí, también jugué unos meses a
ese juego. No voy a negar lo evidente. Pero un día, una amiga —con esa
franqueza que solo tienen los que ya se hartaron de verte haciendo el tonto— me
soltó: “Amigo mío, ¿sabes cuándo se acaba
el circo? Cuando dejas de mirar al payaso”.
Y ese día bloqueé. No por venganza
ni por drama, sino por salud mental. Me di tiempo. Me reconstruí. Y cuando ya
no dolía, cuando ya no hacía falta seguir defendiéndome de nada, desbloqueé.
Porque al final, uno solo bloquea lo que aún le afecta.
No stalkeo. No miro historias. Y
sí, soy consciente de que si veo algo, dejo rastro. Así que no, no lo entiendo.
¿Por qué aparecer y desaparecer? ¿Por qué asomar la patita y luego esconderla?
¿Por querer hacer daño? ¿Por intentar dejar un “aquí estoy yo”? Lo siento, pero
solo logras una cosa: hacer el ridículo.
No hay nobleza en esos actos. Si
la hubiera, no vendrían seguidos de otro bloqueo. Es como ese perro que, por costumbre
más que por necesidad, levanta la pata para marcar territorio... aunque ya no
quede nada por marcar. Pues eso parece. Porque siempre buscaste la reacción y
no la respuesta.
¿De que te sirve bloquearme? ¿De
que te sirve ese contacto cero si, por dentro, sigues conectado a lo mismo de
siempre?
Me sorprende, sin embargo, que
tantos años después haya tenido que volver a bloquear. No por rencor, sino
porque simplemente no conoces los límites. Y lo que al principio podía entender
—esa falta de gestión emocional, ese “no
sé qué hacer con esto”— ahora, a estas alturas, ya no tiene excusa. Ahora ya
es hábito. Tóxico, repetitivo e innecesario.
Pero la cosa cambia el
día que uno aprende a decir: “yo no
merezco esto”.
La mente repite lo que
el alma aún no se ha atrevido a transformar. Los pensamientos se repiten porque
no han sido observados con consciencia. Se reciclan, vuelven como fantasmas,
pero que buscan ser mirados, no temidos.
Cuando te reconoces en
el espacio donde esos pensamientos ocurren, algo cambia. Ya no reaccionas. No
entras en guerra con ellos. Los dejas estar, y al ser vistos sin resistencia…
se disuelven.
Esa es la alquimia
interna: transformas la oscuridad en comprensión, el miedo en libertad, la duda
en expansión.
Cada vez que eliges
observar un pensamiento en vez de seguirlo, recuperas un fragmento de tu poder.
Seguirás siendo esclavo de tu
mente... hasta que recuerdes que tú eres quien elige qué pensamiento sostener.
Y si algo he aprendido con el
tiempo es que no hace falta una lona para montar un circo. Basta con un correo
electrónico y registro en toda plataforma digital existente.
Y sí, me llegó el
pantallazo.
Porque por más que intenten jugar
en la sombra, la luz siempre encuentra una rendija. Siempre hay alguien que lo
ve, alguien que lo reenvía, alguien que, sin comerlo ni beberlo, me hace
protagonista de conversaciones en grupos que ni sabía que existían. Y ahí
estaba yo, otra vez en el foco, sin estar, sin mirar, sin figurar.
Un fenómeno curioso son los
archiveros emocionales: personas que guardan momentos ajenos como si fueran
pruebas de un drama sentimental en el que nunca participaron.
A veces guardan conversaciones, otras
veces fotos… otros guardan en favoritos, el diseño del tatuaje que llevo en la
espalda.
Y sí, entiendo el patrón. Lo
reconozco porque, en otro tiempo, yo también estuve ahí. También me interesé
por quien estuvo antes que yo. Lo tenía presente, aunque no lo dijera. Era una
sombra discreta, pero constante, que se colaba en mi relación sin que nadie la
invitara.
Así que entiendo que ahora me
toque a mí ser esa sombra. Que alguien más me observe como yo observé. Que se
pregunte lo que yo me preguntaba.
Recuerdo que entonces me justificaba:
disfrazaba todo de preocupación, de interés legítimo, incluso de lealtad.
Cualquier excusa para no sentirme tan ridículo.
Pero con el tiempo y la distancia
uno se da cuenta: son actos vacíos, autoengaños envueltos en una falsa
dignidad.
Y es que al final, por
más que nos creamos distintos, los patrones se repiten. Se repiten siempre.
Solo cambia el reparto. Y luego, claro, vendrán las quejas:
— “Es que la gente habla…”
La gente no habla. Es
que no paras de darles el guion, escena por escena.
Pero bueno, como dijo el gran
Freddie Mercury: “The show must go on”.
Duende del Sur