DOBLE RASERO

 


“No juzguéis y no seréis juzgados.” (Lucas 6:37).

Una frase que, a lo largo de la historia, hemos malinterpretado. Pensamos que, si juzgamos, los demás nos juzgarán a nosotros. Pero no. La verdadera trampa no está fuera, está dentro. No nos juzgan los otros… nos estamos juzgando a nosotros mismos.

Porque cada vez que emitimos un juicio hacia un tercero, ese juicio rebota. Se queda, se pega. Habla más de nosotros que del otro. No por karma, ni por castigo divino. Sino porque nadie puede sostener un discurso sin terminar creyéndose juez. Y nadie puede ejercer de juez sin terminar exponiendo su propia falta de coherencia.

Porque no, aunque algunos insistan en que la ética y la moral son elásticas —que se adaptan a las circunstancias personales, que hay excepciones, que “es diferente”—… no lo son. La ética no se amolda a nuestras necesidades del momento. Y lo que está mal para los demás, también está mal para uno mismo. Sin rodeos. Sin excusas.

Porque ese “tercero” al que enjuicias también tiene contexto, también tiene historia, también tiene dilemas. Y si tú no se los reconoces a él… entonces tampoco te los puedes conceder tú.

Llama a los demás fraude, ¿sabéis por qué? Porque todavía no se ha sentado a mirar un poco hacia adentro. Si lo hubiera hecho, vería la incoherencia entre sus actos y sus palabras. Lo que señala fuera, lo está gritando dentro. Lo que desprecia en el otro… le delata.

“Ve la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio.” (Mateo 7:3-5)

Y sin embargo, hay quienes construyen discursos morales mientras sus actos los contradicen con una nitidez que solo puede ofrecer la propia vida. Años de prédica. Años de mensaje. Años de creerse estandarte de una causa. Y al final, basta un gesto, una elección concreta para que todo ese relato se desplome. Porque lo que predicas con la boca, lo desmientes con tus decisiones. Y no hay mejor delator que el acto que uno no quiere mirar.

“El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.” (Juan 8:7)

Porque mientras el mundo escucha frases que suenan a conciencia, las imágenes muestran otra cosa. Y ahí es donde empieza lo incómodo. Cuando la coherencia se quiebra y se cuela el doble rasero. Cuando el discurso se sostiene con palabras y se traiciona con elecciones estéticas. Cuando la moral se rompe por algo tan simple —y tan cruel— como una cuestión de pedigrí.

Mucha foto de la naturaleza, de la flora, de la fauna… vendiendo un mensaje que ni tú te crees. Porque los actos dicen más que las palabras. Porque si el amor por la vida se limita a lo que entra bien en un encuadre, entonces no es amor: es espectáculo. Es decorado.

Porque no, no se trata solo de animales. Se trata de principios. Y cuando se descarta lo que no es “puro”, lo que no es rentable, lo que no es bonito… lo que se practica no es amor por la vida, es eugenesia en su versión más atroz. Fría y selectiva.

Y luego, claro, llegan los discursos. Las frases sobre conciencia, el planeta, la vida. Mientras tanto, las fotos del orgullo deslumbran en redes. Likes por estética. Corazones por belleza. Pero nadie habla de lo anterior. De lo que no fue suficiente. De lo que no era bonito para mostrar. De lo que no encajaba. Lo que no pasó el filtro.

Y sí, las fotos de tu orgullo… también son las de la vergüenza. Porque si predicaras con el ejemplo, no podrías mirar esa imagen sin ver la sombra que hay detrás. Porque al final, el mensaje de tu vida lo has convertido en un chiste mal contado. 

Y no, no te estoy juzgando yo.

Te estás juzgando tú. En tu incoherencia. En tus discursos grandilocuentes. En ese discurso que repites con convicción… pero que tus actos desmontan sin necesidad de que nadie diga nada. Asi que, menos dar consejos y más dar ejemplo.

La ironía es esta: que el juicio que tanto temes no viene de fuera. Ya lo llevas dentro.

Duende del Sur




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