DEJA DE CORRER
Vivimos corriendo. Como si la
vida nos persiguiera y la única forma de merecerla fuera agotándonos. Hacemos
cosas todo el día, tachamos tareas, cruzamos horarios, llegamos justo, salimos
tarde. Y sin embargo, cuando por algún accidente aparece una hora libre, un
pequeño vacío, lo llenamos de inmediato. Porque hemos aprendido a tenerle miedo
al espacio, al silencio, al simple hecho de no estar haciendo nada. Como si
parar fuera perder el tiempo, como si descansar fuera un lujo reservado para
los que ya lo han dado todo. El cansancio se ha vuelto una medalla, el estrés
un estado aceptado, y el “ya descansaré cuando esté muerto” una filosofía de
vida absurda que repetimos medio en broma, medio en serio.
Hemos confundido autocuidado con
recompensa. Como si cuidarte fuera algo que te tienes que ganar. Como si solo
los días productivos merecieran un poco de paz al final. Pero no. Cuidarte no
es el postre después de un día perfecto. Es el cimiento que evita que todo se
derrumbe. No es un premio. Es un derecho. Y más que un derecho, es una
responsabilidad contigo. Hablo de esos pequeños actos —a veces imperceptibles—
que te devuelven a ti mismo: respirar hondo sin motivo, no contestar un mensaje
por no romper tu calma, elegir el silencio cuando el ruido no aporta. No para
ser mejor. No para ser más. Solo para poder seguir.
Haz la prueba: siéntate a solas.
Sin teléfono, sin música, sin moverte por inercia. Treinta, cuarenta, sesenta
minutos. Lo que puedas. Parece poca cosa, pero no lo es. Sentarse en silencio,
hoy, es un acto casi revolucionario. Te vas a dar cuenta de que al principio
todo molesta: el cuerpo, el ruido de fondo, el pensamiento que no para. Pero si
aguantas un poco, ocurre algo. Tu mente, sin audiencia ni distracción, empieza
a calmarse sola. Y en ese espacio donde antes solo había ruido, empieza a
emerger algo mucho más útil que cualquier lista de productividad: claridad.
Aparecen respuestas. Aparecen ideas. No porque no estuvieran antes, sino porque
no podías verlas desde el caos en el que vivías instalado.
Eso que llamas saturación muchas
veces no es falta de tiempo, sino exceso de ruido. Y ese silencio que te
incomoda es, en realidad, el lugar donde todo se ordena. No porque la vida
cambie cuando paras, sino porque por fin estás en condiciones de verla con ojos
propios.
A veces pensamos que necesitamos
un gran cambio para volver a sentirnos vivos, cuando en realidad basta con algo
tan pequeño como dejar un hueco en el día para estar a solas con nosotros
mismos. Un café sin prisa mirando por la ventana. El sonido del viento entrando
por la rendija. El lujo extraño de no rendir cuentas a nadie. Porque cuando uno
deja de correr —aunque sea un rato— no se pierde tiempo… se vuelve a encontrar.
Y quizás eso sea lo más
importante. Que al final no se trata de hacer más o de entenderlo todo. Se
trata de reaprender a escucharte. Porque nadie te puede decir lo que necesitas
más que tú. Pero para eso tienes que estar dispuesto a bajar el volumen del mundo
y subir el tuyo. A dejar de correr para recordar hacia dónde ibas. Porque si no
te paras nunca, es probable que algún día llegues… y
descubras que no era ahí.
Duende del Sur
P. D. Disculpen si el Duende
desapareció sin previo aviso…no fue huida, fue tradición: como cada verano, me
perdí a propósito un poco más al sur, en la costa gaditana, donde el reloj se
deshace, el móvil se olvida y uno vuelve a ser casi salvaje.
Pero ya regresé, con salitre en
la piel, arena en los pies, atardeceres de ensueño en las retinas… y una paz
serena instalada en el alma.