EL GUARDIAN DEL TRONO


El ego no se destruye, se integra. Es el lugar donde el yo aprende a servir al ser.

El ego no es malo. De hecho, fue imprescindible: te dio un “yo” con el que pudiste sobrevivir, defenderte, aprender a caminar por el mundo. Te enseñó a diferenciarte, a elegir y a avanzar. El problema comienza cuando olvida que solo es una herramienta y decide proclamarse dueño de tu vida. Desde ahí manda con miedo, con comparaciones y con hambre de reconocimiento.

El camino no es destruirlo —esa guerra siempre se pierde—, sino devolverlo a su sitio. Integrarlo es recordarle que no es el alma, sino un guardián que alguna vez cumplió su función. Y para eso hace falta un gesto de compasión. Cuando aparezca en forma de celos, inseguridad, necesidad de tener razón o miedo al rechazo, no lo insultes. Está intentando cuidarte con las armas viejas que aprendió en tu infancia. Dale las gracias y recuérdale: “Ya no eres tú quien conduce, ahora conduce mi ser”.

El ego se comporta como un niño asustado: si lo atacas, se defiende; si lo reconoces, se calma. Por eso conviene hablarle como a alguien pequeño que solo quería protección: “No vengo a borrarte, vengo a caminar contigo desde la verdad”. En ese instante deja de endurecerse y empieza a confiar.

Y si observas con atención, verás que nunca aparece sin motivo. Cada vez que se dispara, señala una herida que aún late. Cuando se siente inferior, habla de un valor nunca reconocido. Cuando presume demasiado, confiesa su miedo a ser invisible. Si controla, teme perderse. Si busca aprobación, pide validación. Si se resiste al cambio, solo recuerda que un día sobrevivió quedándose quieto. El ego no es maldad: es un mensajero torpe que grita donde todavía duele.

Reconocerlo es sencillo: aparece cuando te comparas, cuando te cuesta pedir perdón, cuando piensas que vales solo si conquistas, demuestras o logras. No quiere sabotearte, quiere evitarte un dolor antiguo. El problema es que lo hace a su manera: con rigidez, orgullo o victimismo. Y ahí es cuando toca darle un nuevo rol: “Acompáñame, protégeme si quieres, pero ya no decides por mí”.

La verdadera integración ocurre en el corazón. Allí puedes imaginarlo como un niño, como un guardián cansado o como una sombra que pide luz. No lo rechaces: míralo con ternura y dile “Te reconozco. Ahora volvamos a casa”.

Un ego integrado no desaparece, se transforma. Pasa de ser un muro defensivo a un puente creativo. Deja de gritar para poder escuchar. Deja de querer mandar para aprender a servir.

El alma y el ego ya no se enfrentan, porque entienden que nunca estuvieron separados: uno sostiene la forma, el otro da el sentido.

El ego solo encuentra la paz cuando comprende que jamás fue el rey, sino el guardián del trono.

Duende del Sur


 

Entradas populares

Imagen

DEPENDENCIA

Imagen

EL TIEMPO PERFECTO