EL SILENCIO
Ignorar a alguien no es un acto
neutro. No es un gesto vacío, ni una pausa inocente. El silencio —ese espacio
sin palabras que algunos usan como escudo, otros como espada— puede convertirse
en el arma más pulida del inconsciente. Lo sabemos, aunque no sepamos
explicarlo. Porque todos lo hemos sentido: el filo invisible de una presencia
que de pronto decide volverse ausencia. Solo una quietud estratégica que
comienza a hacer ruido dentro del otro. Un eco que se multiplica en la mente de
quien ha sido excluido del diálogo, como si ese silencio se metiera en cada
grieta interna y comenzara a gritar en forma de duda.
Carl Jung no hablaba del silencio
como quien habla de un simple mutismo. Para él, el silencio era una fuerza
psíquica, una energía que no desaparece sino que se transforma, que se desliza
entre los pliegues del alma y deja marcas allí donde parecía no haber contacto.
Porque ignorar no es “no hacer”, es hacer sin tocar. Y eso, en términos
psicológicos, tiene más peso que muchos golpes.
Cuando decides callar, estás
enviando un mensaje que no puede ser interrumpido. Uno que el otro interpretará
a solas, con su propia historia, con sus heridas abiertas, con su herencia
emocional haciendo ruido. Y es ahí donde comienza el verdadero drama: el
silencio activa el inconsciente. El del otro. El tuyo. El de todos. Porque el
silencio tiene ese talento oscuro: convierte la ausencia en espejo. Y el espejo
no pregunta si estás listo para verte.
Nadie queda intacto ante la
ausencia deliberada. La persona ignorada puede no entender racionalmente qué
pasa, pero lo sentirá en lo más profundo. Se lo adjudicará. Lo asumirá como
falla propia. Porque cuando el otro calla, quien escucha es la culpa. La herida
infantil del rechazo, ese eco antiguo que recuerda que no ser visto, no ser
respondido, es una forma de morir de a poco. Y entonces aparecen las narrativas
internas. No importa si son ciertas: el inconsciente no distingue verdad de
creencia. Solo actúa. Y actúa siempre desde lo que duele.
Y tú —el que calla, el que
ignora— tampoco estás ileso. El silencio puede parecer una decisión fuerte,
incluso elegante, pero muchas veces es solo una fuga pulida del conflicto
interno. Jung lo llamaría proyección de
la sombra: evitas al otro porque algo de ti en él te incomoda. La sombra,
para Jung, es ese rincón del alma donde guardamos lo que no queremos ver de
nosotros mismos. Algo que has reprimido. Algo que niegas, no porque no exista,
sino porque no sabes qué hacer con ello.
No lo ves a él, ves lo que tú
mismo no has querido ver. Y entonces callas, no por poder, sino por miedo.
Ignoras, no por frialdad, sino por fragilidad. El silencio es una trampa para
el ego y una oportunidad para el alma. Porque también puede ser alquimia.
Cuando no es castigo, cuando no es manipulación, el silencio puede ser
medicina. Puede ser introspección, pausa sagrada, respeto por lo que no está
listo para ser dicho. Pero eso no es ignorar. Eso es sostener el silencio con
conciencia, no con rabia. Eso es otra cosa.
Hay silencios que son protección.
Y hay silencios que son castigo disfrazado de dignidad. El límite es sutil,
pero el alma siempre lo reconoce. Así que la próxima vez que elijas callar,
pregúntate: ¿Es silencio o es abandono disfrazado? ¿Es respeto o es huida? ¿Es
poder o es miedo bien vestido?
Porque el silencio puede ser
espiritual, sanador, fértil… Pero también puede ser arma, máscara, castigo. Y
todo depende de la intención con la que lo habitas.
Porque no todo lo que se dice, se
dice con palabras. A veces, el silencio no es paz: es una guerra que nadie ve,
pero todos sienten.
Duende del Sur