LA VÍCTIMA DEL ACOSO
“Cuando el silencio se vuelve cómplice del poder.”
Hay heridas que no sangran, pero
dejan al cuerpo viviendo en un temblor perpetuo. El acoso laboral es una de
ellas: una violencia que no grita, pero que va vaciando despacio la luz
interior hasta que la persona deja de reconocerse en el espejo del trabajo.
Todo empieza con pequeñas
grietas: un gesto que humilla sin parecerlo, una corrección pública disfrazada
de exigencia, una duda sembrada con aparente inocencia. Y así, día tras día, la
víctima aprende a respirar en un aire que se vuelve juicio, donde cada palabra
puede ser usada en su contra. El miedo ya no es a fallar, sino a ser visto.
El cuerpo lo sabe antes que la
mente: insomnio, fatiga, tensión constante. La víctima no está solo cansada:
está deshabitada. Su energía se consume en interpretar miradas, en calcular
silencios, en sobrevivir a la próxima emboscada. Lo que antes era
vocación se convierte en resistencia.
El acoso corroe identidades.
Destruye la confianza, apaga la creatividad y convierte la dignidad en una
moneda de cambio. Pero el daño no se limita a quien lo sufre: se expande por el
entorno, donde muchos prefieren callar para no ser señalados. Ese silencio —más
que el propio acoso— es el verdadero cómplice. El silencio es el disfraz más
perfecto del poder.
Y no solo ocurre en oficinas o
despachos. Hace unos días, una niña se quitó la vida porque en su escuela el
acoso también encontró ese mismo silencio protector. Nadie quiso ver, nadie
quiso nombrar. El escenario cambia, pero el guion es idéntico: alguien hiere,
muchos callan, y una vida se apaga.
Con el tiempo, la víctima deja de
preguntarse “¿por qué me hacen esto?” y empieza a preguntarse “¿qué hice mal?”.
Esa confusión es la victoria más oscura del acoso: cuando el daño logra hacerse
pasar por culpa.
Pero hay algo que el acoso no
consigue destruir del todo: la capacidad de reconocer la injusticia. En lo más
hondo, bajo el miedo y la fatiga, siempre queda una voz que sabe que eso no era
normal, que esa crueldad no era merecida. Esa voz —aunque herida— es la semilla
de la reconstrucción.
Porque sobrevivir al acoso no es
volver a ser el mismo. Es recordar quién eras antes de que el miedo se sentara
a tu lado… y atreverte a romper el silencio que le dio poder.
Duende del Sur